miércoles, 15 de noviembre de 2017

El Padre Enrique Escribano (y II)

La etapa del Palancar

Ha terminado una etapa en la vida de Fray Enrique Escribano González. Su etapa de gloria y esplendor. El hombre que ha puesto en ejercicio sus cualidades intelectuales, humanas y puede que al mismo tiempo de halos de grandeza.
 
Foto de los Años 1920
Pero, por esos caminos misteriosos de la Providencia, va a despejarse otro aspecto de aquella incógnita bíblica que citamos al principio de su nacimiento: ¿qué va a ser de este niño?”

Y una vez más fue de la mano del santo, “hecho de raíces de árbol”, que va  a hacer nuevamente en un casito el milagro de devolver la vista, en este caso introspectiva, para vislumbrar la grandeza de su condición franciscana desde el silencio y a veces la soledad, al igual que S. Pedro al comienzo de la reforma.
 
En el capítulo provincial celebrado en el Monasterio de la Rábida, el 6 de agosto de 1956, se determinó realizar las obras necesarias que dignificasen la antigua fundación de San Pedro de Alcántara, al mismo tiempo que sirviese como lugar para la práctica de los ejercicios espirituales de todos los religiosos que lo solicitasen.

Fue destinado el padre Enrique Escribano, que junto con Fray Francisco Limón trabajó en la restauración de todo “El Palancar” y en especial del conventito de San Pedro de Alcántara.

En octubre de 1956 fue elevada la Casa a residencia y fue constituida una comunidad formada por tres miembros, bajo la obediencia de Fray Enrique Escribano, como presidente. Este acometió las obras en la iglesia y claustros del s. XVIII por deseo del Capitulo Provincial. Estas obras fueron dirigidas por el maestro don Dionisio Núñez.


Allá se encaminan los pasos del P. Enrique. Pero no podían ir directamente, puesto que el convento, todo ruinoso, estaba inhabitable. Y, como en las realidades humanas de aprieto, ¿a dónde acudir? A la casa materna. Todas sus pocas pertenencias, transportadas en un camión de Cruz Núñez, van camino de su destierro quedando  en Casas de Millán.

Bien conocían los casitos cómo estaba el “conventito”. Muchos tenían la experiencia de haber asistido a la Porciúncula en romería, haber pasado la siesta fisgoneando las viejas sepulturas que quedaban en la sacristía o las paredes ennegrecidas, llenas de mosquitos. Solo aguantaba las inclemencias del tiempo que no fueron capaces de abatir, los muros de la iglesia del s. XVIII.

Y desde Casas de Millán comenzó a moverse por todos los escenarios imaginables, recaudando aportaciones y contratando obreros que le ayudasen para iniciar unas obras que durarían casi hasta su defunción.

¡Cómo recuerda la repetición de la historia! Pedro de Alcántara y el único hermano que trabajó en la primera edificación del “conventito”, aunque hubiera designados otros para formar la comunidad.

Fueron necesarios seis meses hasta que pudo trasladarse con una mayor permanencia al Palancar. En esa soledad, donde se forjan las grandes personas, se pusieron en marcha sus cualidades de inteligente e intelectual. Decidió convertir de nuevo el convento en un lugar habitable para los religiosos. Inteligentemente supo aprovechar todas aquellas relaciones que se habían forjado en el monasterio de Guadalupe. Con la paciencia y tenacidad franciscana, a golpe de sandalias y humildad petitoria, abrió puertas de despachos con poder de decisión económica, al mismo tiempo que los valores artísticos de amigos, sin olvidar la recogida del óbolo de la pobre viuda.
 
Todo le servía para levantar una vez más la iglesia.

J. de Acre nos dice: La restauración del Palancar tiene como antecedente el nombre del incansable paladín, que sería injusto olvidar; nos referimos al Padre Enrique Escribano, O.F.M., enamorado de aquel retiro sagrado, quien con su palabra y simpatía fue levadura silenciosa para articular voluntades.
 
Es significativa la reseña que hace José Sendín en su escrito de “Un santo, una higuera, un convento”, haciendo referencia a la restauración del “conventito”:

Nosotros sólo queremos añadir que eso está todavía allí.

La Providencia lo ha conservado, porque esperaba que lo necesitara nuestro siglo.

Todo ha sido posible, porque al hacer el convento mayor, el pequeño, el conventito, quedó prácticamente enterrado.

Aún recuerdo cuando el padre Enrique Escribano, franciscano de Casas de Millán, primer superior en la nueva era del convento, lo iba desenterrando, recuerdo la sensación que le producía a él y a todos sus trabajadores.

Parecía que resucitaban a un muerto. Haciendo un nuevo milagro.

Y hay que preguntarse: ¿Es que no lo ha sido?


Y ahí tuvo que poner sus cualidades intelectuales de historiador y constructor. Ser fiel a lo que el Alcantarino había construido.

Supo poner al servicio de la restauración lo mejor de aquella época extremeña.

En la capilla actual después de la restauración, trabajó Pérez Comendador tallando una figura de San Pedro de Alcántara digna del emplazamiento.

La cúpula de la capilla, un mosaico magnifico, fue realizada por su  mujer Magdalena Lerruox.

Don Julián Murillo como presidente de la diputación de Cáceres fue una de las personas que le ayudó desde el comienzo; Pérez Comendador y señora, Don Blas Pérez González, Hernández Gil, Benjamín Palencia, (con quien entabla una gran amistad, y le retrata en diversas estancias en Guadalupe), Juan de Avalos, políticos, escultores y pintores entre otras muchas personalidades, colaboraron en su esfuerzo de restauración de aquellas viejas dependencias llenas de humedad.
 
Y hablando de humedad es también significativo lo que sucedió con la cúpula de la capilla.

El único espacio del convento primitivo que tiene dimensiones algo mayores es la capilla, que mide 2,50 por 2,50, en total 6,25 m2 y 3,50m de altura. En esta capilla es donde Magdalena Lerroux, esposa de Pérez Comendador, regaló al convento en 1962 una decoración, para conmemorar el IV Centenario de la muerte de San Pedro de Alcántara. En la decoración no solamente alude a San Pedro de Alcántara, sino también a San Francisco de Borja y a Santa Teresa de Jesús por su relación con el pequeño convento.

Cuando la artista ofreció a la Diputación de Cáceres regalar a Extremadura la decoración de la pequeña iglesia del Palancar, pensó pintarla al fresco, pero temerosa de que el húmedo clima serrano deteriorara las pinturas, decidió realizar la obra en mosaico de vidrio como el de las basílicas orientales –bajo la dirección del artista Francisco Hernández (casa de Padrós)-, material resistente a los rigores climatológicos que asegurara la perdurabilidad del hermoso donativo.
 
Preside la capilla la estatua de San Pedro de Alcántara de Pérez Comendador. Fue expuesta al público y bendecida por el Obispo de la diócesis Coria-Cáceres, don Manuel Llopis Ivorra, el 19 de octubre de 1959, festividad del Santo.

Con la experta dirección del arquitecto D. Fernando Hurtado y del aparejador D. Fernando Periáñez, se consigue ver convertido en realidad el proyecto en breves meses, e inaugurar las reformas realizadas en el convento, en octubre de 1958, con asistencia del Gobernador Civil, Sr. De la Fuente, y de la Corporación Provincial en pleno, con el Presidente. Sr. Murillo en cabeza.

Las obras de restauración del Palancar fueron culminadas por el Padre Enrique de igual forma que logró el trono para la Virgen de Guadalupe. Hombre de tesón, constancia, coraje, unidas a las facultades para relacionarse por la simpatía que irradiaba, fueron los mimbres que le permitieron realizar esta pequeña-gran obra del “conventito” y resto del convento.

No cambiaba las cosas como se habían proyectado por la Orden, El Palancar no terminaba de cuajar como proyecto espiritual de la provincia franciscana y en Febrero de 1968 un acuerdo del Definitorio provincial vuelve a reducirlo a casa filial perteneciente a la jurisdicción del convento de Cáceres. Los frailes de este convento se encargarán del culto, mínimo por otra parte, de la iglesia conventual.

Arqueólogo

Como un paréntesis, dentro de esta magnífica obra de restauración, no puede pasarse por olvido su faceta arqueológica. Como tantas otras realidades “casitas”, poco se ha fomentado o al menos intentado proseguir las excavaciones que realizó en el yacimiento de San Benito, donde se descubrió la planta de una casa romana, con probabilidad de que fuera residencia de un carnicero, por ciertos instrumentos que se hallaron. Años 1950 a 56. Quien más ha apreciado los yacimientos arqueológicos del pueblo de Casas de Millán ha sido el Padre Enrique.

Años después, en 1962, Antonio Sánchez Paredes publica una serie de artículos en la sección “A campo traviesa” del diario Extremadura, con el título “De paso por el Puerto de los Castaños”, en que frecuentemente hace referencia al padre Fray Enrique Escribano.
 
Así, al referirse al yacimiento de San Benito dice:

“En la llanada que al S., del castro de Santa Marina se extiende…se encuentran los restos que a mi juicio pudo ser un campamento…Parte de dicho castro, así como una pequeña parcela del campamento romano fueron excavados, hace años por el padre Fray Enrique Escribano”

En efecto, fueron los años 50 del siglo pasado, cuando el padre Escribano realiza excavaciones, tanto en el castro de Cáceres el Viejo, como en San Benito.
 
Pero no se ciñó a estos sitios, sino que sus sandalias franciscanas recorrieron por los aledaños del término de su pueblo. En el “Encinarillo”, perteneciente a los Estados de Grimaldo, el “castillo” de Grimaldo, donde ve el miliario que allí está. Precisamente Sánchez Paredes se queja diciendo: “Lo mismo acontece con las tres pequeñas excavaciones llevadas a cabo en los lugares indicados por el reverendo fray Enrique Escribano, O. F. M., pues no tengo noticias de que las haya publicado, lo cual no deja  de ser lamentable, porque nadie mejor que él podría suministrarnos más detalles.

Tebas también es lugar de sus averiguaciones. Lástima que no se hayan publicado los  descubrimientos de este “casito”, del que un tupido velo oculta su historia.
 
Pero reanudamos su labor en “El Palancar”

Finalizada su obra, es de nuevo despojado de sus logros.

Con problemas circulatorios, le trasladan a Cáceres; el colegio de San Antonio, en la calle Margallo lo recibe y allí acabaría sus días, recibiendo cristiana sepultura, no sin presenciar directamente, cómo otro fraile, pretende apropiarse de su obra, afirmando que ha sido destinado de Rector al Palancar, para llevar a cabo su restauración y convertirlo en un convento habitable.

El Palancar ya era una realidad y su restauración estaba finalizada.

Quizá el contemplar este hecho, fuese el momento de más grandeza de su vida, ya que sin abrir la boca, con humildad franciscana, pudo soportar que otro pretendiese robarle el mayor logro de su vida.

Tampoco su pueblo al que amó desmedidamente ha sabido reconocer sus méritos que fueron muchos, condenándole al olvido.

Falleció 7-9-1972, víspera de la fiesta de la Natividad de la Virgen María que como Madre y a la que había amado toda su vida y dedicado muchos desvelos tanto en Guadalupe, como en su propio pueblo natal, lo recibiría con los brazos abiertos junto a su Hijo. Se le enterró 8-9-1972 en Cáceres, mientras en Casas de Millán se celebraban las fiestas del pueblo.

Después de recorrer someramente esta vida de un “casito”, sigue pendiente la incógnita: ¿por qué se ha escamoteado y sigue escamoteándose la figura del Padre Enrique Escribano González, como el nombre del incansable paladín, que sería injusto olvidar?

En el recorrido  de datos sobre la restauración de El Palancar e incluso en la presentación que se hace turísticamente de él, se omite su nombre. Ahí queda tajo abierto para quien tenga mejores condiciones de historiador e investigador.

Y por supuesto, como otros “casitos”, sigue en el olvido sin que las próximas y posteriores generaciones del pueblo conozcan la historia de uno de ellos.